Era una mañana fría de otoño, el viento soplaba agitando las hojas y moviendo su cabello. El sol jugaba al escondite entre las nubes, apareciendo y desapareciendo detrás de ellas, pero siempre dejando el rastro de sus rayos que, si se posaban en tu piel, te recogían abrazándote con su calor. Y allí estaba yo, contemplándola, en el puente.
Su cabello pelirrojo jugando con el viento, su piel blanquecina y sus ojos marrones. No podía dejar de observarla, en el puente. Toda ella relucía más que el sol en aquel día nublado, su mirada cálida te apartaba del frío. Y allí estaba ella, valiente, sin miedo a caer, dispuesta a cruzar y cambiar su vida, dispuesta a cambiar y a mirarlo todo desde el otro lado, del puente. Era fuerte y testaruda, energética y dulce, era todo lo que puedas imaginar de un ángel caído del cielo. Y allí estaba ella, en el puente.
La miré a los ojos con nuestros dedos entrelazados, en el puente. Le di un tierno beso en la frente, ella me miró y sonrió me apretó la mano y su mirada lo dijo todo. Nos dispusimos y cruzamos, el puente. No miramos atrás, seguimos adelante afrontando el cambio que habíamos decidido.
Estábamos juntos, no quedó nada atrás mas que, el puente.
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